lunes, 30 de junio de 2008

Sobre La Gracia, de Lautaro Vilo y Rubén Szuchmacher

El sábado pasado fui al Rojas a ver (la última función de) La Gracia, una obra inspirada en el primero de los Diez Mandamientos judeo-cristianos: "Amarás a Dios sobre todas las cosas".

Una obra de indudable calidad, interesante y reflexiva: de lo bello y bueno que pudo verse este mes.

El monólogo
Casi quince años atrás, cuando cursaba dramaturgia en la Escuela Municipal con Kartun, tuvimos una “unidad” en la que Mauricio pasaba revista a una serie de procedimientos habituales para la construcción de monólogos.

Los buenos maestros acercan de modo simple algunas herramientas, a la vez que dan muestra de la complejidades de su uso, sin amedrentar. El segundo procedimiento se titulaba “monólogo de interlocutor ausente o mudo”; en este tipo de monólogos (ejemplificado con El contrabajo, del notable Patrick Süskind –autor de la imponente novela El perfume), en este tipo de monólogos, decía, el personaje “dialoga”, en realidad, con un interlocutor a quien no podemos escuchar: o bien porque no está en el mismo espacio –está en un cuarto contiguo o del otro lado de la línea telefónica, por ejemplo– o bien porque no puede, físicamente, hacerse escuchar. Tal es el caso de este texto de Vilo: la mujer dialoga durante 50 minutos con un hombre postrado, literalmente vendado de pies a cabeza, que no puede contestar. El manejo de esta situación única, compacta, en algún sentido (muy artístico) limitada, es ejemplar.

La lógi(c)a Lautaro y la atención en Vilo
Creemos en Lautaro Vilo escribiendo monólogos. Creíamos en él más fervientemente desde hacía 5 días, desde el lunes anterior en el que tuve la oportunidad de escucharlo, invitado a leer una (supuestamente) breve escena de alguna de sus obras en la “Revista Oral” de Argentores, y el tipo se mandó con lo que me pareció un monólogo entero, con algo que evidentemente era o merecía ser una obra breve.


En este texto, Lautaro manejaba la misma lógica de relación de la trama con respecto al conocimiento del espectador que en La Gracia, a saber: caso contrario al célebre suspense de Hitchcock, en el que el espectador debía saber más que el personaje, en los dos textos de Vilo el personaje (y el autor) saben siempre, desde el principio, más que el espectador. Este tipo de composiciones suelen dar resultados intrigantes, de desarrollo misterioso, deparadores de múltiples, pequeñas sorpresas, o de una gran sorpresa final, resignificadora de todo lo anterior.


En el texto breve que Lautaro leyó en Argentores el efecto era extraordinario. Un monólogo que narraba la noche en vela (de velatorio) del protagonista por la muerte y posterior entierro de su madre, daba paso a una serie de íntimas revelaciones de aparentemente banales costumbres y rituales domésticos, de afinidades y descubrimientos en la web, para finalmente, fulminantemente, revelarnos una cita programada que nos hacía saber, en un destello epifánico, que el personaje que hablaba era el caníbal alemán –caso real– que invitó por el chat a quien quisiera ser comido, y uno fue, y éste se lo zampó.


En La Gracia, los hechos esenciales que vinculan a la monologuista con el postrado interlocutor mudo se van sospechando y desgranando a lo largo de la obra. Como se trata de una obra de mayor extensión, este proceder tiende a dispersar la atención del espectador, porque éste no puede ponderar del todo el valor de lo que se va diciendo (es decir, qué importa y qué no) al no poder poner en contexto. Un autor como Vilo lo sabe, sabe que habrá dispersión y se cuida muy bien de redundar lo suficiente como para que nada se pierda y todo converja.

La gracia
El bien, los buenos actos, las consecuencias positivas de las acciones humanas, no son temas dramáticos si no están acompañados de su contraparte: el mal, los actos oscuros, las consecuencias destructivas del accionar de los hombres. La Gracia (la divina gracia de Dios os ilumine) se constituye, por supuesto, también en la inflexión, choque o quiebre de lo bueno (la víctima que perdona, la vida que resiste) y lo malo (el suicidio, la violación), lo oscuro (esos ojos como agujeros negros de la momia) y lo luminoso (lo blanco Ferrari-Córdova, exacerbado). Pero invierte un sentido en cierto sentido estable, y coloca aquello que parecería estar del lado de lo noble –el perdón– en el lugar casi perverso de lo subversivo.

Este movimiento del personaje, gracias a Dios (y a Szuchmacher y a Berta y a Vilo) no inclina la balanza hacia una interpretación “psi”, de perturbadoras culpas previas y neuróticas inclinaciones a la beatitud. Hace de este movimiento, en el mejor de los sentidos religiosos, espirituales y, si se me permite, protoevangélicos, un asunto de amor a Dios, que no es de ningún modo un “sentimiento” sino una posición y una trascendencia. Raro. Notable.

El pensamiento
De ninguna otra manera que no sea una posición/postura respecto de la existencia de dios y la gracia, un asunto que refiere a la trascendencia, una reubicación por sobre lo estúpido (¿lo tarambana?), de ninguna otra manera puedo ver e interpretar el texto-imagen final, y su extática (con equis) reiteración.

Szuchmacher
Rubén: fui hasta el acomodador al final de la función y le pregunté si fuiste vos el que ordenó no ocupar las dos primeras filas de butacas. Dijo que sí. Estás místico. Me cabe. Y no cabe otra. Es el primer mandamiento de la Ley mosaica, por mil demonios.
Dios
Me gustó mucho la obra. En estos (y en todos los tiempos) se agradece.

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