miércoles, 8 de abril de 2009

Sobre LOS DESÓRDENES DE LA CARNE, de Alfredo Ramos


El domingo fui a ver LOS DESÓRDENES DE LA CARNE, de Alfredo Ramos, al Teatro del Abasto, Humahuaca 3549, funciones: domingos 20.30 hs.

Espejos de la naturaleza
El espíritu barroco es afín a las duplicaciones, a los reflejos y a los contrastes. Uno de sus procedimientos habituales es la duplicación de la trama en dos niveles regidos generalmente por la condición social de sus personajes: un orden superior –más serio en la tragedia, más refinado en la comedia– encarnado por los nobles, los aristócratas o las deidades, y un orden inferior –paródico en la tragedia, grotesco en la comedia– encarnado por los sirvientes, la plebe o los mortales. En obras paradigmáticas como Sueño de una noche de verano podemos observar las dos tramas corriendo en paralelo a lo largo de toda la pieza, entretejidas en estratégicas intersecciones: la trama de Oberón y Titania que corre en paralelo con la trama de los amantes mortales, hábilmente entrecruzadas por el inefable Puck, y no sólo eso: las duplicaciones y los reflejos vuelven a duplicarse, acercándose a un efecto calidoscópico, puesto que además del orden de los dioses y los mortales, está el de los nobles-amantes y los plebeyos-actores (los artesanos que ensayan su sketch en el bosque) y enmarcándolo todo, la realeza contrapuesta al resto, en la celebración del compromiso y la boda de Teseo e Hipólita, que abren y cierran la comedia. Los distintos niveles reiteran, varían, distinguen y comparten los motivos principales de la pieza: el deseo, el amor, el desamor y sus correspondencias.

Otro procedimiento barroco por excelencia es la inclusión de la representación dentro de la representación, cuyos dos ejemplos más célebres corresponden también al corpus shakesperiano: la compañía de actores que arriba a Elsinore y, bajo la dirección del príncipe despojado, representa ante el rey la pantomima de su propio crimen, por un lado, y el ensamble de toscos artesanos que ensaya y finalmente representa la célebre versión bizarra de la tragedia de Tisbe y Píramo en nuestra Sueño de una noche de verano[i].

Y es en ambos ilustres procedimientos, revisitados por Los desórdenes de la carne, donde la obra encuentra sus zonas de mayor eficacia.

Síntesis argumental
Tras el funeral de su hermana, dueña de una considerable fortuna, un cura oligarca convoca a su primo, radicado en Europa, para poner límite a la disolución de costumbres del niño heredero, previendo que esto redundará en su propio beneficio y salvación, puesto que tiene deudas y problemas con la curia. Como se refiere entre líneas, la iglesia está en pleno conflicto con el régimen peronista: el ambiente social es tenso, la mansión parece cercada por la amenazante presencia de la turba. Un grupo de pordioseros es reclutado para representar un pesebre viviente y participar de una abstrusa ceremonia de lavado de pies. Sin siquiera sospecharlo, la niña de la casa será objeto de un feroz drama pasional.

The mirror up to nature
La actuación es ampulosa, intensa, por momentos interesante, en general muy eficaz. La obra está construida e interpretada en vorágine expresiva: todo es un poco más intenso de lo que parecería necesario. Y al mismo tiempo, corroborando su linaje, el modelo de actuación es comentado y cuestionado dentro de las representaciones que la propia obra contiene. Como un Hamlet que da consejos a los comediantes, la obra se encarga de exhibir, parodiada, su propia disonancia en la desopilante canción que la niña exige a los pordioseros del Pesebre cantar, deteniéndose a corregir la incorregible afinación. Emulando una vez más lo mejor de su linaje, y en el ápice de eficacia de la pieza, el notable Mayordomo escribe, dirige (y exige) a las bataclanas confabuladas con el niño una contenida y estricta actuación en la ficción del compromiso matrimonial; como el Hamlet que pide mesura y correspondencia en la acción y la palabra, como comentario e inclusión del propio Alfredo Ramos –dramaturgo y director de la obra–, su Mayordomo controla y brama el “¡no declames, no declames!”, confía, padece y comenta el estreno dentro del estreno, la irrevocablemente fallida representación. Es, tal vez, como si la construcción barroca de la pieza dijera, al mejor estilo shakesperiano, que el fin del arte de actuar ha sido y es “poner un espejo ante el mundo, mostrarle a la virtud su propia cara, al vicio su imagen propia y a cada época y generación su cuerpo y molde”.

Y que esto es imposible.

Siempre, en algún sentido, falla. Y esa falla, esa exuberante búsqueda –exuberante en los decorados, en el vestuario, en la actuación– condenada al error, es el verdadero espejo de la naturaleza[ii].

La demora, la lateralidad, lenguaje y el asedio de la negrada
Los desórdenes de la carne es abundante y, de algún modo, morosa y clásica. El excesivo cura, llamado por momentos Monseñor, demora la acción organizando la pieza en un extenso planteo de escenas laterales: los prometidos oponentes de un conflicto en ciernes no se enfrentarán sobre el escenario hasta pasada la mitad de la obra, el motivo central de la interesante estilización/parodia de género (ese explícito “Dramón de Amor”) no aparecerá hasta después del minuto treinta de la representación. Los personajes son laterales a sí mismos y sus propios conflictos, y todo depende (en términos generales, con rigor y eficacia), de las cualidades actorales y de la particularidades e interés del mundo evocado. Luego todo se precipita, restándole quizás intensidad y amontonando operísticamente la presentación del “tutti” (todos los actores, todos los personajes, toda la escena en escena durante los anuncios del matrimonio) muy próximo al desenlace violatorio, castratto, criminal.

El lenguaje es un artificio ampuloso, inflamado, que cumple la función de amplificar y reflejar los estertores de una clase social decadente –e irónicamente triunfante, como se encarga de demostrar la historia–: la oligarquía en baja durante el segundo peronismo. Por momentos puede irritar o distanciar al espectador , pero sabiéndose cercada por la chusma –como la Dinamarca hamletiana se sabe cercada por Fortimbrás–, toda demora, toda declamación, todo artificio, tiene la virtud de tensar el arco, de transformar la morosidad en dramatismo, en un nudo más, más fuerte, más eficaz, de la soga alrededor del cuello.
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[i] Está claro que el gusto por la representación dentro de la representación excede por lejos el universo shakesperiano e incluso isabelino; la metáfora de la vida como una representación (que incluye la desgracia y la fortuna, el ascenso y la caída, la fantasía y la realidad) está presente tanto en el Calderón de La vida es sueño como en el Quijote que sueña gigantes sobre molinos de viento. Se podría decir que todo el ambiente barroco está henchido de máscaras, simulaciones y sinuosas identidades.

[ii] El texto original del Hamlet (Acto III, escena II) dice literalmente “whose end, both at the first and now, was and is to hold, as ‘twere the mirror up to nature”, el fin [de la actuación], antes y ahora, fue y es poner un espejo a la naturaleza, entendiéndose naturaleza por vida real –opuesta en juego de reflexiones, a la ficción y/o a los sueños–. La interesante edición bilingüe de Cátedra, a cargo de Manuel Ángel Conejero, traduce “nature” como mundo. Aquí ofrezco la cita completa:

“Decid los versos, os lo suplico, como yo los he recitado, que salgan con naturalidad de vuestra lengua. Si los declamáis a la manera que usan muchos acores, mejor sería dárselos a un pregonero para que los recitara. Ni hagan de sierra vuestras manos como queriendo cortar el aire… antes bien usadlas con delicadeza. Pues en el torrente, tempestad, en el torbellino –por decirlo así- de vuestra pasión, habéis de hacer alarde de templanza, de mesura. Me destroza el alma oír a un forzudo, empelucado actor, destrozar y hacer jirones la pasión que interpreta, atronando los oídos de la chusma, que no son capaces de entender nada que no sean las pantomimas y el estruendo. Haría azotar a los que así obran por sobreactuar el papel de Termagante. Esto es como ser más Herodes que el propio Herodes. Os lo ruego, evitadlo. […] Tampoco vayáis a exagerar la modestia, sino que debéis dejar que la discreción os guíe. Ajustad en todo la acción a la palabra, la palabra a la acción… procurando además no superar en modestia a la propia naturaleza, pues cualquier exageración es contraria al arte de actuar, cuyo fin –antes y ahora– ha sido y es –por decirlo así–poner un espejo ante el mundo; mostrarle a la virtud su propia cara, al vicio su imagen propia y a cada época y generación su cuerpo y molde”.

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