miércoles, 26 de agosto de 2009

Sobre CAPERUCITA, de Javier Daulte

El sábado fui a ver CAPERUCITA, de Javier Daulte, al Multiteatro (Corrrientes 1283)

21 gramos
A fines de 1907 el doctor Duncan MacDougall, de Haverhill, Massachussets, publicó en una revista médica los resultados de un curioso experimento: la medición de la diferencia del peso de un cuerpo (humano[1]) segundos antes y segundos después de morir. Los cuerpos eran seis. Todos mostraron una diferencia, aunque no todos mostraron la misma. La diferencia más célebre: 21 gramos.

El experimento, de escaso rigor científico, tuvo no obstante un destino de mito. Las enfermedades no estaban bien tipificadas (uno era un coma diabético, cuatro tenían tuberculosis, del último no se menciona diagnóstico alguno), no tenían instrumental para medir la variación pretendida (0,05% del peso total), el control de la balanza era forzosamente manual y periódico, no constante, y el momento exacto de la muerte no pudo ser controlado (salvo en el famoso cuerpo de la cifra célebre). Sin embargo, todo el mundo sabe que 21 gramos es el peso del alma humana.

Alma, si tanto te han herido…
…¿por qué te niegas al olvido?, reza la letra del célebre valsecito de Rosita Melo y Víctor Piuma Vélez. La historia de las indagaciones (poéticas, filosóficas, religiosas) sobre la sustancia del alma parece expandirse hacia dos grandes regiones. Una, la del “soplo vital”, hálito o brisa que al exhalarse implicaba la muerte, es corpórea; la otra, la de la memoria y el olvido, la del cúmulo incorpóreo de deseos, experiencias, reacciones, es, de algún modo, virtual. En términos de McDougall, las funciones psíquicas que continuarían existiendo después de la muerte del cerebro y del cuerpo tendrían que existir como un cuerpo ocupante de espacio, distinto del éter ingrávido; debía tener peso, ser materia. Las más modernas investigaciones del Premio Nobel Francis Crick (descubridor, junto a Watson, de la estructura del ADN), en cambio, hablan de una pluralidad cuasi astronómica de neurotransmisores e información cerebral, de modos de reacción espontáneamente sincronizada de infinidad de neuronas que se comportan como un cardumen de peces nadando en sincrónica perfección –el científico dedicó la segunda mitad del siglo pasado a “cartografiar” la conciencia midiendo las reacciones neuronales; para él, el alma estaba allí, evidente, pero tan efímera como el cuerpo.

En todo caso, en ambos casos, en todos los casos –incluyendo una obra de teatro inspirada en un antiguo cuento, una noche, en la calle Corrientes–, la pregunta por aquello que nos habita y nos hace vivir persiste. ¿Cómo, de qué está hecho esto que somos, y sobre todo, por qué (y tal vez para qué)?

Autor posesivo
La recurrente, lúdica e ingeniosa, forma de indagación del alma humana, en una serie de obras de Javier Daulte de la que esta última, Caperucita, forma parte, es la posesión del cuerpo del otro –a través de diversos mecanismos– por parte de una conciencia. O quizás, su equivalente especular: la posesión de un alma (de una conciencia) por parte de otra, a través de su cuerpo. Los mecanismos son diversos, hiperteatrales, más explícitos o más sutiles, según la obra en cuestión[2]; los cuerpos pueden estar vivos, muertos, ser in/humanos. Puede atraparse el cuerpo desde adentro (emulando la técnica del actor, en una parábola o metáfora de la “interpretación” de un papel), o desde la construcción de una exterioridad ficticia impuesta a/sobre un personaje –emulando al Calderón de La vida es sueño, o al lazo alrededor de la conciencia del Claudio de Shakespeare–. Se trata, a mi juicio, de un reverso o corolario –reverso en sentido de “lado B”, no de inversión de sentido– de las tesis sobre el teatro que el autor explicita en sus ensayos[3], cuya lectura recomiendo (para ver más comentarios sobre estos artículos en este blog, click en reseña sobre Harina, de Podolsky y Tejera). Que el teatro es un juego donde importa el cumplimiento riguroso de ciertas reglas que provienen de lo arbitrario y se tornan, en virtud del pacto lúdico, necesarias. El cumplimiento de esas reglas permite el acceso a (o el desarrollo de, si se quiere) sentidos: jugando a ser otros, a comportarse de modos extrañados, a ver la vida a través de ojos ajenos, cierta verdad sobre lo propio se estimula y se condensa. Efímera. Eficaz.

Caperucita y el lobo: una síntesis argumental
Un lobo –símbolo del deseo feroz–, se disfraza de abuelita –símbolo de la ternura y el cobijo– para atrapar y comerse a Caperucita –bello símbolo femenino de una frágil inocencia–. Caperucita advierte, para disfrute y horror de los espectadores, muy lenta y progresivamente los rasgos extrañados de la verdad.

Caperucita feroz
Denunciar aquí qué rasgos del cuento clásico toma la obra de Daulte en su anécdota sería –mal chiste de autores– Criminal. El argumento, no obstante, consta en las reseñas de prensa, y programa de mano: Silvia, cuya madre es incapaz de todo cuidado maternal y toda devoción de hija, cuida a su abuela internada y relega otros aspectos de su vida personal (entre ellos, un perturbado affaire con un desesperado/enamorado). El juego planteado desde el principio –el conocimiento de que se trata de una obra inspirada en el cuento– establece uno de los principales atractivos (y actividades) del espectador: más allá de lo obvio (los roles masculinos, femeninos, la existencia de una abuela, etc.), uno no deja de preguntarse hasta la explicitación final quién, cuándo y cómo es lobo, quién es abuelita, quién, cuándo y cómo es la inocente niña, y por qué.

La evocación de lobos y corderos es mitológica; Caperucita roja absorbe gran parte de todos sus virtudes y sus atávicos horrores: la soledad de una niña en el bosque, las fuerzas indómitas del instinto, el disfraz de lobos, el coqueteo y la seducción con el peligro (“juguemos en el bosque, mientras el lobo no está”), el cuerpo extraño, lo siniestro (lo familiar que retorna, los ojos ajenos de la abuelita), la bondad y la inocencia vestidas de rojo, la cama, la ropa, la voracidad. Quizás de niños no nos queda más que ser y permanecer en la indefensión del lugar de la niña, como modo de identificación y de reclamo de protección que el cuento evoca –véase en la obra de Daulte qué papel equívoco juega la capacidad/posibilidad de proteger al otro–. Como un modo genuino de revisitar estos arquetipos, la obra permite al espectador también un corrimiento, la posibilidad de identificarse con los otros: ser un poco lobo, un poco abuela, sin saber aún quién es quién (o no saberlo hasta lo irreversible y final).

El diablo
Atenta a la exploración del alma en tanto acumulación de la memoria y mecanismos del olvido, la obra abunda en el retorno al pasado que podría explicar algo, si se sabe ver: las tres mujeres son en conjunto, con sus rasgos cómicos, patéticos y simpáticos, un alma femenina con la que se puede jugar. El varón, aunque se dice que es viejo, no tiene edad, no tiene historia ni porvenir. Como esos personajes que son puro deseo (el tradicional personaje de “el enamorado”), su accionar es puro avance de la acción. La obra en su conjunto fluctúa así entre la quietud de una exploración del malestar y la precipitación de la anécdota, y descansa a la vez cómodamente en el generoso virtuosismo de su elenco.

y la cola
¿Por qué uno espera tanto, con tanto deseo, que se repita lo que fue? Aquel asombro conocido y extrañado del “abuelita, ¡qué ojos grandes tienes! –Para verte mejor. Y qué orejas grandes tienes. –para escucharte mejor…” De tantos y todos los experimentos con el alma humana, la cromosomia, el gramaje, la penitencia[4], este prometido y sabiamente postergado momento de la obra de Daulte es uno de los más extravagantes, y a la vez poderosos. Su efecto mágico, mítico sobre la platea es encantador.

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[1] McDougall realizó un experimento control, consistente en envenenar quince perros sanos, cuyos cadáveres recientes no mostraron variaciones significativas. El médico deja sentada una queja respecto de las posibilidades de conseguir perros enfermos terminales con quienes experimentar.
[2] Las obras paradigmáticas para la indagación de este mecanismo son ¿Estás ahí? (Teatro 2, Ediciones Corregidor, 2007), La Felicidad y Automáticos (en proceso de edición), aunque la búsqueda de “atrapar” la conciencia del otro, en todo caso, se verifica desde las primeras obras, en forma de pesquisa o directamente de “sesión” (ver Criminal, Edición del Autor, 1991).
[3] Juego y compromiso. El procedimiento, y Batman vs. Hamlet - El argumento al servicio del Procedimiento y el contenido como sorpresa.
[4] La figura del penitente es muy extraña. En Rosa Mística intentamos destilar un pequeño rasgo de esta vinculación alma/culpa, en un contexto social muy fuerte: la hija de un policía que se acerca a un pibito de la villa.

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