jueves, 18 de octubre de 2012

Sobre TODO VERDE, de Santiago Loza



El jueves 11 fui a ver TODO VERDE, de Santiago Loza, a El Elefante Club de Teatro (Guarda
Vieja 4257 - 4861-2136). Jueves 21 hs 

El silencio universal
Inolvidablemente, el gran Mijail Mijailovich Bajtín sentenció: “nadie es Adán”. Es decir: nadie es convocado por Dios, por primera vez en la noche de los tiempos (y en súbita e insólita edad adulta), para ponerle nombre a las cosas. El jardín del Edén ya ha sido nominado. Nadie nombra por primera vez nada con palabras propias. Nadie rompe el silencio universal. El lenguaje nos pre-existe y las voces que nos habitan provienen de otros: de otros cuerpos, de otras psiques -en el sentido mental pero también en el sentido griego de otras “almas”-.

Nuestras voces vienen de otros cuerpos y de otros tiempos. Los discursos del otro nos forman y nos pre-existen. El enorme discurso materno, del que tan incisivamente habla mi amiga Gutman en sus libros, es, dicho de otro modo, aquel discurso ajeno que aún me forma, disolviéndome y reiterando. Reiterando. Reiterando. El “yo” que formulan esas palabras es un engaño. Porque yo soy yo sin saberlo, y aquel yo que creo ser y conocer es otro. Es otros. 

En las grietas de ese sólido no-saber ciego se filtra la luz. Se filtra el amor. Se filtra el dolor. Se filtra algo que puede ser. Que está a punto de ser. Que aún está desamparado.

Una notable actriz en el espacio vacío, apenas habitado por la luz filtrada de una ventana, una silla y un vestido, encarna las voces y las grietas de un discurso que, en el breve lapso de esta dulce obra, constituye una pasión. 

Síntesis Argumental
Una repostera de un pequeño pueblo recuerda y, poniendo palabras a sus recuerdos, revive la historia de su vínculo con una forastera. De lo vivido quedan las voces ajenas, ríspidas, sensibles. En tono verde, como un loro.

El símbolo
De la presencia física de Claudia, la forastera, sólo queda el recuerdo encarnado por la repostera que habla. Y la voz de un loro, pajarraco insultante que se escucha cada tanto. El loro es símbolo común de la abundancia, del parloteo: “habla como un loro”. Es, también, el símbolo de la palabra vaciada de autoconsciencia pero no de efectividad. El loro habla explícitamente con voces de otro. Dice malas palabras, insulta y hiere. Pero sus palabras no son suyas. Son el reiterado e inconsciente eco de aquella otra voz que se las dio. Y las repite. 

Como nosotros. 

El efecto sobre lo real
Dice Elsa Drucaroff: “la palabra es un hecho material con efecto sobre lo real”. La palabra no necesita ser propia para ser eficaz. No necesito crearla para causar con ella, por ella, en ella, un efecto real. Solo necesito encarnarla. Brevemente. Me bastaría decir “andate, yegua” para que las palabras de otro se activen en mí; para ubicarme, a través de su acento, en la vereda de enfrente. No lo diré. El lenguaje es la arena del combate, político, social, exhibido en estas épocas como nunca  en las últimas décadas. 

Pero el lenguaje es, también, la arena de un combate más arcaico, que me habita todo el tiempo. Que es también social, porque se articula en el parentesco, en el patriarcado, en la antigua tribu familiar, en el desgarro de infancia. El lenguaje es la pluralidad que me habita. Son sus voces. 

Y lo notablemente bello del texto de Santiago Loza, de la dirección de Pablo Seijo y, por sobre todas las cosas, de la actuación de María Inés Sancerni, es la perfectamente articulada distinción y encarnación de cada una de las voces. 

En la leve inflexión, en el cambio de tono, en el repiqueteo de una frase, el cambio de ritmo, la acentuación de una palabra, se abre una grieta por la que erupciona vida. 

Y muerte. 

Todo blanco, todo verde
Dice la protagonista, solo en un solo momento, que vio todo blanco. Es el momento del silencio. La blanca muerte igualadora. Pero no es la muerte en el relato ficcional que encarna. Es un momento de pureza y silencio, más parecido al nirvana. Las voces regresan, la siguen habitando. Matar al loro es matar su eco. Pero esto no sucede. Porque todo es verde. 

Hay otro momento sin palabra, que es la pura contemplación del amor. El ser amado duerme. El amante mira. El amor es sin palabra, mientras sucede. Como los sueños. Al decirlos, cristalizan, y se tornan relato.

Represión
La represión sexual, que no está tematizada sino erizada en palabras, provoca emoción y palabra. Provoca tensión dramática. No puede ser dicho por el cuerpo del personaje ni por sus palabras, pero está en allí, y de esa tensa presencia, surge la actuación y la obra. No sublima, no deriva: brota y se hace presente.

Harina de otro costal
Todo verde me hizo recordar, por su sencillez, por la virtuosidad de su intérprete, por tratarse de un sensible monólogo femenino, a la notable Harina, de Podoslky y Tejeda, tantas veces citada en este blog (para leer su reseña, click aquí). Durante casi todo el transcurso del ritual, abrevan de la misma fuente de sensibilidad: el recuerdo, la soledad, la llamada inocente de las musas. Hacia el final, no obstante, Todo verde deriva hacia el thriller, y su corazón se vuelve delator. Se vuelca hacia otro paradigma. No me llevo bien con ese giro. Creo que aquello que era enormemente dramático, y que hablaba de mí a través de la boca de una mujer que añoraba a otra, y de un loro que la insultaba, deja de hablar de mí para tejer una trama. Todo Verde condesciende al crimen -que, por supuesto, siempre paga-. Pero habíamos apostado al delicado matiz de la ausencia y de la soledad que nos habita a todos los amantes ante el amado inaccesible. 

El fuerte color de la sangre absorbe esos matices. Y les da una explicación que nos aleja: eso le pasó sólo a ella. Nosotros quedamos a salvo.

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