viernes, 12 de septiembre de 2014

Sobre ALMAS ARDIENTES de Santiago Loza

El jueves fui al estreno de ALMAS ARDIENTES, de Santiago Loza, al Teatro San Martín (Corrientes 1530 /tel 0800 333 5254). Funciones: miércoles a sábados, 21 hs. Domingos 19 hs. 


Ausencia
Hace cuatro años vi Absentha, la obra del recordado compañero Acobino (la reseña puede leerse haciendo click aquí). Su “síntesis argumental” (mía, en realidad) decía: 
Los mediocres participantes de un taller “masculino” de poesía siguen al amado y también odiado coordinador hacia una beoda campaña que atenta  contra las bases mismas de la” poesía de taller”.
Recuerdo haberle dicho a Acobino antes de reseñarla que había visto su obra sobre el taller de poesía, y él me corrigió: – Taller “masculino” de poesía, Apolo. “Masculino”, no lo olvide.
La idea, ejecutada con su legendario humor, era la de espiar el inicio del nuevo ciclo anual de un taller literario de medio pelo, ubicado en un local multiuso debajo de una autopista en las afueras de todo centro. Sus personajes, a contrapelo de cualquier idealización, eran seres ridículos, absurdamente extremos, y profundamente verosímiles y queribles; su desquiciado coordinador, el capitán que conducía a la tropa a un delirante combate de invectivas.
Años después, en el lugar menos pensado, el irredento taller literario retorna. Esta vez es femenino, sus seres marginales son mujeres de clase media acomodada, su tiempo es el de aquel verano mítico de 2001, y su contexto, la crisis que terminó con una idea del mundo, del país, de su cultura. La voz de Acobino se ha llamado a silencio. Otro poeta, Santiago Loza, toma la palabra. 

Síntesis Argumental
Buenos Aires o alrededores; barrio privado. A medias conscientes del abismo social que las circunda, nueve mujeres atraviesan el tórrido diciembre de 2001 en una soledad angustiada, apenas interrumpida por los encuentros de un taller literario.  

El primer ambiente
La puesta de Tantanian es visualmente imponente y utiliza de modo muy expresivo el equilibrio entre la distancia a la platea y el tamaño del espacio escénico de la sala Casacuberta, dividiendo conceptualmente su diseño en dos ambientes. El primero es pictórico, en un sentido incluso material -cuadros y gigantescos marcos de cuadros que enmarcan escenas o enmarcan cuadros y proyecciones-; a su modo, también es onírico. Su ley es la de lo inconciente: la sustitución y el desplazamiento. Dentro de ese ambiente, los cuerpos coloridos de las nueve mujeres parecen salpicar el espacio, construir un único cuadro a lo largo y a lo ancho del cual se “deslizan” las palabras. El discurso de una de ellas es retomado por la otra en una contigüidad no dialógica: lo dicho por uno se continúa en variaciones en el otro. No dejan de ser monólogos, pero a su modo, también son coros.
Este ambiente de dramaturgia estática –similar, si se quiere, al de otra obra de Santiago Loza, El Mal de la Montaña (puede leerse su reseña haciendo clic aquí), propone la quietud como paradigma estético. Es desde el inicio el mundo de la inacción contemplativa: el cuerpo alado del ángel sin palabra que mira el cuadro en el principio (como el espíritu de dios que aleteaba sobre las aguas) y no hace nada. Es casi forzoso escribir “espíritu”, “dios”, “principio”, al referirse a Almas Ardientes. La obra de Loza es una obra del alma o sobre el alma. El cuerpo es uno de sus temas, pero no su encarnación.
Este ambiente es también el menos “teatral”, en términos tradicionales de acción, y a mi juicio el más logrado. Sostiene pequeños y diseminados monólogos minimalistas sobre algunos tópicos del interior de una clase alta levemente inquieta o temblorosamente perturbada por lo que no entiende del mundo que circunda al 19 de diciembre. Trabaja en una simultaneidad de planos, de alguna manera decorativos, que exhibe un conjunto no consciente de sí. Sus objetos son desayunos, electrodomésticos, masajistas, ausencias, esperas; su tenue movimiento es el de la elevación hacia lo primitivo e interior: el parto como dolorosa/sublime experiencia de lo precultural, opuesto  a la simbólica exhaltación y el sacrificio religioso.

El segundo ambiente: taller de situaciones
En el segundo ambiente prima la mímesis: representa un espacio y un tiempo circunstanciales; las reuniones del taller literario en esa especie de bella terracita-sum que se extiende sobre el siempre desafiante proscenio semicircular de la sala Casacuberta. La actuación en este ambiente cambia porque la dirección de la palabra cambia y se constituye en diálogo: es un aquí y ahora de tensos encuentros, palabras, cruces y escuchas. Las actrices despliegan en este semicírculo sus dotes histriónicas, y la pintura de sus angustias burguesas se exhibe con trazos más costumbristas, tal vez como metáfora de lo que no funciona: el interior de la actividad, de la acción, del mundo que las circunda; ese país del estallido que nunca se ve. Es aquí, en este ambiente situacional, donde la obra condesciende a la acción. No abandona del todo la enunciación poética, porque se trata, en todo caso, de la parodia de una sesión literaria, pero necesariamente tamizada por la presencia del otro.
Este segundo ambiente, más tradicional, es también menos enérgico, puesto que se espera del desarrollo de una situación recurrente –el taller vuelve una y otra vez- un despegue o un hundimiento hasta niveles de quiebre y transformación. En contextos más serenos, esos niveles pueden no darse, pero en el de la caída de 2001 tal vez sea inevitable que el espectador lo demande. El quiebre y la transformación, más allá de los mordiscos desopilantes del final de cuadro, no se dan en este cuadro; se dan en el otro, en la “cola” lírica del espectáculo, un bonus track coral que parece provenir de otro paradigma. 

La prometida elevación
Almas Ardientes promete, desde su enunciación (almas, infierno, ardor), desde su autor (también autor de La mujer puerca; Todo verde, Nada del amor me produce envidia) y desde su director (autor y director de la extraordinaria Muñequita o juremos con gloria morir, de Los sensuales, de Los mansos) el cumplimiento de la promesa extática del cuadro inicial: ese ángel masculino y silencioso que fecunda el ardor metafísico de las mujeres.  
Esa suerte de manifiesto final coral, musical, enunciativo, es un apéndice de Almas Ardientes, algo añadido que, no obstante, parece ser su gesto más profundo. Añade un tercer lugar, muy llamativo. La obra en su conjunto es el conglomerado de esos tres ambientes. Los ejecuta en forma diversa –música en vivo y también música grabada, voces monológicas y dialógicas, coros y situaciones- y sus intérpretes se lucen por momentos en la diversidad, en forma dispar.  

Formación y poéticas
Las décadas de dramaturgia del actor, de escuelas de no-actuación, de post-dramatismo y “no representación”, e incluso el paradigma anterior de la actuación del “método”, con su realismo psicólogico a cuestas, puso en suspenso –en un largo suspenso- la antigua técnica de actuación declamativa, aquella que permitía trabajar la palabra escénica desde su particular función poética, desde su ser-objeto estético, artístico. Textos como los de Loza por momentos resignifcan la pérdida de aquellos actores de generaciones pasadas. Es interesante que Buenos Aires, tan prolífica talento actoral, tenga un renovado desafío frente a esta irrupción (o retorno) de la literatura en el escenario. 

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