domingo, 30 de abril de 2017

Sobre Hambre y Amor (Ricardo Bartís)

El viernes 21 fui al ver HAMBRE Y AMOR, versión de Hedda Gabler dirigida por Ricardo Bartís, al Sportivo Teatral (Thames 1426 / Tel 4833-3585). Funciones Viernes y sábados 21 hs, sábados 23 hs.


Pulsión de muerte
Iniciando la segunda década del siglo pasado, Sigmund Freud escribe su célebre (entre tantas escrituras célebres) “Más allá del principio del placer”, texto en el cual replantea su teoría de las pulsiones mediante la introducción de un concepto novedoso que, junto con “lo inconsciente”, la “sexualidad infantil”, la “represión” y la “transferencia”, no nos resignaremos a olvidar. Se trata de la pulsión de muerte, esa inclinación general de la vida orgánica a retornar a su estado anterior: el estado inorgánico, es decir, la muerte.
Sigmund lo plantea con esta fórmula notable: “toda vida tiene como meta la muerte”. No sabría decir si en su alemán original la palabra “meta” contiene esos dos matices de sentido que vibran en castellano: la meta como inexorable punto final del recorrido y, a la vez, como propósito u objetivo. No obstante, los usaré: sabemos que toda vida termina en la muerte, que toda vida está destinada -y esa es la única certeza para la conciencia humana- a la muerte. Ahora bien: que la muerte sea el velado propósito de la vida es, digámoslo ya, un desgarro profundo en la red conceptual. Sigmund lo hizo otra vez.
“Todas las motivaciones de la vida sólo son rodeos hacia la muerte”, escribe el padre del psicoanálisis. Recuerdo un colectivo (probablemente el 133, de sinuoso recorrido) camino a Puán (quizá), leyendo ese texto en fotocopias, en un instante que dura hasta hoy. Recuerdo el intento de seguir el hilo que conduce a los cataclismos, a la catástrofe que transforma, casi por fatalidad, la materia inerte en vida orgánica, y al hacerlo le propone un recorrido, un desorden, y la induce a la tensión y el dolor. Esa materia (ahora viva) intentará  reducir las nuevas tensiones, casi con la atávica nostalgia del reposo absoluto hacia el cual se dirigirá “en sus propios términos”, es decir: cumpliendo el proceso inmanente de toda vida, su propio devenir hacia la muerte.
Recuerdo también las veces que ese desgarro de la red retornó bajo otras formas: el acercamiento al mito del Buddha y su llegada al Nirvana, donde ya no hay deseo ni hay dolor, porque no hay deseo, no hay movimiento, la rueda se ha detenido, o el ser se retiró de la rueda y está en quietud. La práctica de la meditación trascendental, mediante mantras que operan sobre el movimiento de la mente, aquietándola. O el cuerpo de mi padre, ya sin vida, en la misma cama donde agonizó.
Toda vida tiene como meta la muerte. Podríamos decir que cada vida se plantea esa meta en sus propios términos, aún inconscientes. El gran Henrik Ibsen escribe Hedda Gabler a fines del siglo XIX, y la estrena en Munich en 1891. Tres décadas después, Freud plantea la “pulsión de muerte” en el punto de un más allá: más allá del principio del placer, es decir, trascendiendo la vida.
Un siglo después de todo esto, en un precioso rincón teatral de Buenos Aires, una vez más Hedda Gabler y sus personajes, sus tremendas pulsiones destructivas y su enorme belleza, toman cuerpo.

Síntesis Argumental
Hedda, la hija del capitán Gabler, aborrece su reciente matrimonio y el curso que su vida parece haber tomado. Ante el regreso de una antigua compañera de estudios y de un antiguo amante, Hedda podrá mover los hilos para rectificar el curso de los acontecimientos -que es otro modo de decir el curso de las vidas, y las muertes que esas vidas impliquen-.

Ibsen y el tráfico de información
El director Ricardo Bartís y su grupo de trabajo admiten el “amor parcial” por la obra (cito el programa de mano), es decir, admiten que este texto canónico de la literatura dramática occidental ofrece dificultades para el tipo de trabajo escénico que el Sportivo desarrolla hace décadas. Hablan de un texto “cerrado” (es decir, un texto que dice lo que sucede, determinándolo), de situaciones parecidas (es decir, de personajes que van entrando y saliendo, con descargas de información que tejen la trama pero que no formulan sucesos de magnitud “encarnados” en escena). Y esto es así. En mis cursos de dramaturgia siempre ofrezco el ejemplo de Ibsen, el Ibsen de los textos canónicos: Casa de muñecas, El Pato Salvaje, Hedda Gabler, para explicar el tráfico de información en sus modos más “básicos”. En El Pato Salvaje, los criados preparan la mesa para una escena y mientras tanto charlan sobre lo que ha sucedido y está por suceder. En todas, incluyendo Casa de Muñecas y Hedda Gabler, los personajes retornan de viajes y llegan personajes que se han ido hace tiempo. El retorno implica, por lo tanto, la “necesidad” de relatar. La escena se utiliza, entonces, para dar cuenta de lo que sucedió antes, de lo que sucede en otra parte, y de lo que esperamos que suceda en el curso normal de los acontecimientos. La trama se narra en boca de los personajes. Lo que Bartís denota como “descarga” de información.
Ahora bien: si el modo es tan básico, si los hilos de la construcción escénica de estas monumentales obras de la literatura universal son tan visibles, ¿qué misterio lleva a que se reproduzcan una y otra vez, en cuerpo escénico y en tan diversas latitudes, a lo largo de más de un siglo?

Misteriosa (Pulsión de) Muerte
Hacia el final de El pato salvaje una niña se suicida, y nada del tráfico básico de la información de la obra contiene semejante sacrificio. Hedda Gabler prende fuego a un manuscrito genial, mientras habla en términos simbólicos de un filicidio. Induce a su ex amante a pegarse un tiro, y luego ella también se matará. Ni la destrucción de la obra, ni la inducción a morir ni la propia muerte están contenidas en el tráfico de información: no tendrían por qué suceder, no están en el curso de la naturaleza de los acontecimientos. Sólo Casa de Muñecas, en este tridente arbitrario, no tiene muertes. El propio Krogstadt se burla del impulso/amenaza de suicidio de Norah, mofándose de su espíritu melodramático. Casa de muñecas cambia el curso de lo misterioso: no retoma esa muerte altamente erotizada del Dr Rank, con las medias de seda que le muestra Norah a media luz y la carta con la cruz que el matrimonio descubre justo cuando estaba por tener sexo, no asume esa muerte en vano, que podría haber cambiado el destino de la obra (y de buena parte del drama “moderno”, drama de confrontación de ideas) si Norah hubiera dado un pequeño, mínimo paso ante la declaración de amor del moribundo. La obra habría pasado, de ser así, como Hedda Gabler, por los umbrales de lo ominoso. Pero Casa de muñecas se detiene: no es hora de morir, sino de confrontar. “Sentate, Helmer, tenemos que hablar”. Y con ello, cambiar el teatro del siglo posterior.

Estados alterados y pulsos rítmicos
Los bellos cuerpos, las bellas imágenes de ese hermoso espacio escénico para un público mínimo de esta versión de Hedda Gabler, permiten percibir los estados emocionales y físicos por los que los actores atraviesan durante el ritual teatral, y compartir con ellos las “burlas” a la información descargada en el original. La obra escénica trabaja con esos estados de contención, ritmos y quiebres (los cuerpos se arrojan al piso, se contorsionan, susurran, se superponen, y por momentos gritan) dejando que la trama de todas maneras trascurra, condensada. Hedda Gabler  se lo permite, porque el choque explosivo, más allá de los largos discursos que contiene, radica en el misterio de los hechos: el engaño, la quema, la inducción, la muerte. No obstante, la conservación, levemente paródica, del tono de esos discursos tensa la naturalidad del rito escénico, y lo acerca por momentos a la solemnidad.

Las armas del capitán

Las pistolas con las que la obra empieza, y que la recorren como una arteria secreta, son dos. Legado paterno sobre el que se dice poco, y por ende, se sugiere mucho, tal vez Hedda induce a un suicidio y luego se mata como un ideal del yo. Para el Ibsen del Peer Gynt, la mayor condena humana era ser fundido en el caldero de las almas, desaparecer no solo de la vida sino de la posteridad, sin dejar huella ni recuerdo. Morir “bellamente” sería entonces un modo final de inscripción en la historia. Morir para persistir en el ser. Morir para no morir del todo. Morir como compulsión a la reiteración de la vida.
Hasta ahora, según pasan las décadas y los siglos, Hedda lo va logrando.  

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